Fue en algún momento durante el verano de 2008 que fui por primera vez al mercado de San Telmo. Me relajé por lo que se sintió como una tarde entera sobre un café con leche calcinado y medialunas pegajosas. Cuando me levanté para irme, Francis Ford Coppola se sentó en la mesa junto a la mía. Estaba acompañado por un grupo de cineastas argentinos. Asumo que estuvieron allí para adularle sobre su pronta a realizar Tetro, una inmirable oda a la vida de un norteamericano medio payaso que vive en La Boca.

Asintió con la cabeza. Me sonrojé.

Ese pequeño café ya no está. Creo que es una tienda de curry. La Coruña también se ha ido; notable café que se asentó en la esquina de Carlos Calvo y Bolívar durante siete décadas antes de que se convirtiera en Saigón. Había dos panaderías familiares que ahora están ocupadas por: un bar de vinos que vende copas de tinto y platos de quesos asquerosamente caros; y una pequeña tienda de alimentos que vende raclette. Las brillantes pantallas LCD informan que el vino proviene de las montañas de Los Andes, en caso de que a dicha altura uno no estuviese al tanto de ello.

Hoy en día, el mercado se siente como un sitio en el cual es más probable toparse con Michael Bay babeando sobre un shawarma y hablando de dinatimar a todo.

Un puñado de tiendas de antigüedades de diverso interés ahora venden empanadas mediocres y, por un corto período de tiempo, pequeños baldes de papas fritas y bastones de pollo en un lugar llamado Aloha. También hay dos tiendas de dulce de leche, un engendro de hamburgueseria, un lugar de crêpes y dos bares de tapas.

Actualmente, gran parte del barrio de San Telmo está tan irreconocible como el mercado lo estaba hace diez años. Dirigirse al barrio era como cruzarse la Triple Frontera hacía Paraguay; encantador en su inmediata extrañeza pero olvidado, desolado, famoso por el peligro. Cualquiera que no fuese oriundo de allí te aconsejaría que no fueras. De todos modos lo hiciste, bajo el manto de la oscuridad y como salida previa en la entonces nueva Puerta Roja antes de ir a bailar a Museum, o en caso de que fueses un poco más Mechi y Tincho, a el Rey Castro. Y luego te fuiste rápidamente, pero no sin antes comer un choripan.

Pero el barrio recibió una inyección de botox. Ahora es un destino y su evolución ha sido similar y opuesto a las micro-tendencias que han aparecido por distintas burbujas de la ciudadlos miles de opciones de almuerzo en el Microcentro, pequeños bistros a lo largo de Colegiales y Chacarita, y restaurantes de moda que se extienden desde Barrio Norte hasta Núñez.

San Telmo, durante los últimos cinco años, ha lentamente florecido, en cuanto a restaurantes y bares refiere, a un ritmo muy diferente. Clásicos esenciales del barrio, como Pedro Telmo, se encuentran emparedados entre la ya mencionada Saigón y la cafetería vegana JAAM. Mientras que otros vecindarios tienden a mirar hacia fuera en busca de inspiración, San Telmo siempre reflexionaba hacia su interior. Los restaurantes se inclinan hacia menús influenciados por la cultura local y cuando no lo hacen, encuentran manera de encajar en la estética vecinal: rebelde, bohemia, encantadoramente grunge.

Los cambios en el mercado se hicieron esperar un largo tiempo. Los puestos de antigüedades hace tiempo que han perdido cualquier tipo de relevancia comercial, y los puestos de comida que estaban allí eran en su mayoría de pésima calidad. El mercado en sí también desempeña un papel clave en la supervivencia del vecindario con la feria dominical de la calle Defensa, atrayendo a casi diez mil visitantes, tanto extranjeros como locales, cada semana. Nadie está comprando imitaciones renacentistas y muñecas de porcelana espantosamente realistas. Todos comen. Y así, un mercado enfocado en la morfi no es una mala dirección para tomar, pero no debería de ser un conventillo que ponga en riesgo la personalidad central del barrio.

La transformación ha sido azarosa y descuidada, en el mejor de los casos. En muchos de ellos, las construcciones originales de varios stands han sido derribadas y reconstruidas. Los horripilantes puestos (léase: hamburguesería con decoración a rayas rojas y blancas) parecen escupir sobre la lógica estética y arquitectónica original del propio mercado. Los puestos solían estar cercados por barrotes y mallas de alambre que deslizaban hacia arriba y abajo como una persiana. Muchos ahora tienen puertas de cortina metálica removibles que entorpecen aún más el paso en los pasillos ya apretados. Hay una inexistente política de recolección de residuos. Lo cual resulta en malolientes bolsas de basura, provenientes de una docena de nuevos puestos de comida por las que se filtran misteriosos líquidos, que son arrojadas en varias esquinas a media que el día continúa.

Más allá de las cuestiones administrativas que el mercado necesita afrontar, es más problemática la curadaría de nuevos puestos, o lo que es peor aún, la ausencia de la misma. El Mercado de San Telmo no es como en otros mercados de la ciudad – ya que el Mercado de Belgrano antecede históricamente al de San Telmo, pero no es tan significativo desde el punto de vista cultural. Tiene sentido que lugares como Green Bamboo y Logia se muden a un barrio que absorba tendencias cuál esponja.

El Mercado de San Telmo tiene que establecerse en una categoría y estándares diferentes para así acoger, argumentaría que casi exclusivamente, proyectos que reflejen la cultura porteña y la tradición gastronómica local. El mercado debería ser demostración de una cocina en constante desarrollo y autocuestionamiento, y resaltar lo mejor de la cocina tradicional argentina y porteña, así mismo animando a los jóvenes cocineros a sacudir el viejo protocolo con refrescantes interpretaciones de viejas recetas.

Tomemos el ejemplo de Beba, que vende comida de abuela como buñuelos, milanesas y croquetas pero con su propia vuelta de tuerca. O Nilson, un minúsculo bar de vinos en el exterior del mercado que vende vinos de boutique por copa junto a quesos y fiambres elegidos con un ojo primoso. Verde Oliva ofrece una versión modernizada de la vieja fiambrería con una vertiginosa selección de quesos, escabeches y embutidos. Dejemos permanecer a sitios como Merci, la panadería orgullosamente francesa, es el puesto que mejor se funde en cuanto a actitud y ambiente. Y por favor, nunca permiten partir a Lo de Freddy, que tiene el mejor choripan del barrio.

Pero simplemente dénse a la tarea de imaginar, una tienda de pizza al estilo Bandini, una interpretación de Anafe en pequeños platos, un bar de vermut al estilo Los Galgos, tiendas de empanada regionales tipo La cocina, El Guachito o incluso Santa Evita. Pongamos una parrilla con una selección más amplia. Una relajada versión del santísimo bodegón. Sumemos una tienda de pasta hecha a mano — los turistas se desmayarían!

Porque lo que no necesitamos es que Coffee Town se apodere de un ala entera. No necesitamos una versión australiana de fish ‘n’ chips ni tampoco crêpes francesas. No necesitamos hamburguesas ni bastones de pollo. Pueden existir felizmente en otro lugar, como en Belgrano. Adiós.

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