Me abrazo fuerte con la campera. Me caen gotas de agua heladas del borde de mi sombrero y anuncian una tormenta que va a caer en cualquier momento. Rezo en silencio para que me espere a que suba seco al colectivo. Es larga la peregrinación desde Almagro hasta La Lucila, un barrio tranquilo en las trincheras del norte de Buenos Aires. Una cosa es decidir si pedir un chino mediocre o pasar a buscar una Napo en la otra cuadra, otra muy distinta es viajar intencionalmente una hora y media en colectivo por una comida. Es una decisión. Un destino más que una simple comida. Léase: más vale que esté bueno.
Lardo & Rosemary es el tipo de lugar que uno esperaría encontrar lleno de gente linda en algún boliche entre Humboldt y Plaza Serrano: ladrillo de cemento a la vista, una carta iluminada y unos graffiti que indican donde está el baño. Alumbrado como telo caro, no queda del todo claro si el look está destinado a ser moderno-elegante o industrial-punk. Hay mesas compartidas con banquetas y unos barriles para sentarse hacia el centro del salón. Todos los comensales varones tienen puesto un suéter, un detalle completamente superfluo que me siento absolutamente obligado a mencionar. La carta está descaradamente llena de nombres e ingredientes irreconocibles para el comensal informal. Reina pepiada son esas tipo empanada mexicana, ¿no? pregunta el tipo sentado a mi derecha. ¿Qué mierda es gochujan? responde su compañero.
En Palermo, estos establecimientos ya se sienten un engaño estandarizado que me hace querer correr de vuelta atrás del Cid Campeador. Acá, encajado en medio un rascacielos residencial y un restaurante llamado Chivito José, es una alucinación bienvenida.
La carta es una amalgama de comidas callejeras de todo el mundo. Las empanadas argentinas, los baos chinos, los tacos mexicanos y las arepas colombianas que hacen no son reinterpretaciones artificiales sino más bien liberales, que buscan similitudes a pesar de las disparidades geográficas. La carta fue diseñada por Paul Feldstein, Victoria Rabinovich y Jesús Bastidas. Los tres se conocieron trabajando en Sucre, el restaurante de lujo del Bajo Belgrano. Previo a Lardo, Feldstein y Rabinovich abrieron Lupa, una carta fija a puertas cerradas con sabores lejanos de los platos explosivos que crearon acá.
Las empanaditas de pollo fritas bien apretadas vienen tamaño mini, y al igual que las empas norteñas que las inspiraron, las costuras les estallan de sabores robustos. Pero en lugar de notas de comino y pimentón, crece como una nube atómica un sabor cítrico, apenas agrio, alrededor de la lengua que se te queda atrás de los dientes. Hojas de repollo reemplazan las tortillas de maíz de unos taquitos asiático-argentino-mexicanos. Tres hojas verdes rellenas con mollejas que chorrean y crujen junto a bocados de unos chinchulines carnosos. La salsa sriracha casera se te pega a las grietas de los labios y te envuelve la parte superior de la garganta como una manta cálida.
Un plato muy recomendado es el de lechuga, bello pero confuso como chongo nuevo. Una lechuga capuchina cortada a la mitad, asada con impaciencia a la parrilla y emplatada antes de que el calor pudiera hacer alguna magia. Viene cubierto con una salsa a base de gochujang y un monte Kilimanjaro de cebolla carbonizada, ninguno de los cuales mostraba rastros de gochujang ni cebolla. Tal vez fue una mala noche. La cena levanta de nuevo con tiradito de lenguado en una salsa de aguachile de calabaza. Las hojas de color verde pasto de huacatay, menta e hinojo añaden capas de sabores frescos que equilibran la leche de tigre de calabaza. Es todo lo que la lechuga siempre quiso ser: sutil y ligero pero no se le pasa por encima.

Tiradito de lenguado con Aguachile de calabaza y la hamburguesa de la casa con papas fritas de doble fritura.
Las papas fritas de doble fritura tienen esa textura crocante que recuerda a la mandioca frita y son el complemento perfecto para la hamburguesa de la casa. Como cualquier buena hamburguesa, la versión de Lardo se trata de capas de ingredientes bien elegidos. Pepinillos ligeramente dulces. Crujientes astillas de lechuga. Un pan de semilla de sésamo suave que se comprime como un globo de agua pero que mantiene su forma durante una cantidad de tiempo bastante decente. Un queso blanco neutro que se asoma cuando es necesario. La carne se muele a diario en el lugar y es una mezcla de ojo de bife mantecoso con cuadril y un toque de bondiola. La preferencia de la casa es jugoso y llega a la mesa con un vivaz color rojo que moja los bordes del pan. Lo mejor es bajarlo con una pinta de cerveza de Strange Brewing, una cervecería de Colegiales que nunca repite la misma receta.
Para el postre, churros, obviamente. Están recién fritos y rellenos con una salsa de caramelo con fuertes picaduras de clavo de olor. Te queman la boca porque son tan buenos, y somos tan impacientes. Mi única sugerencia a la cocina es que los sirvan en números pares, o que me los traigan cuando mi esposa está en el baño, como para no causar conflictos matrimoniales.
Para cuando terminamos, finalmente empezó a llover. El viaje a casa, por lo menos, se siente mucho más corto.
Lardo & Rosemary
Dirección: Av. del Libertador 3810, La Lucila (Zona Norte)
Abierto: todos los días 18:30 a 23:30; martes cerrado
Precio por persona: $500-600