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Traducido al español por Julián Alejo Sosa.
Roberta Bayley me acaba de mirar.
Estoy en medio de una galería inmensa en el Centro Cultural Borges con una lata de gaseosa vacía en una mano temblorosa y el celular en la otra, sintiéndome muy fuera de lugar entre una creciente multitud de periodistas y figuras de los medios. Todos llevan cámaras, equipos de audio y luces. Algunos parecen ensayar sus preguntas mientras esperamos con paciencia nuestro turno para hablar con Roberta.
Yo tengo una libreta negra en el bolsillo, pero no la voy a usar. Tengo un saco que me queda un poco grande y también estuve practicando algunas frases ingeniosas en mi cabeza durante los últimos cuarenta y cinco minutos mientras charlaba con mi amiga Magu para pasar el rato.
Y Roberta Bayley me acaba de mirar.
Está sentada en un sillón rojo al fondo de la galería. Aparentemente, estuvo dando entrevistas sin parar durante casi todo el día. Tiene algunos focos de luz apuntados directo a su cara y estuvo escuchando varias versiones de la misma pregunta una y otra vez. Y lo está superando como una campeona.
Detrás suyo hay dos fotografías inmensas que tomó hace varias décadas. Las dos muestran a los Ramones tocando en vivo, la banda con la que más se la suele asociar. Ambas fotografías capturaron el fuego y la furia, el entusiasmo puro de la juventud y ese rock and roll salvaje en su estado más crudo y directo. Una escena para admirar. Es un poco apabullante.
Cuando finalmente llega mi turno para hablar con ella, la persona que coordina las entrevistas se me acerca y me pide que sea breve. Roberta estuvo dando entrevistas todo el día y el evento está desafortunadamente retrasado.
La entrevista a Roberta se da en el marco de la muestra Ramones & CBGB: Del caos a la cultura, parte del Rock n’ Doc Festival. La muestra se centra, en gran medida, en su época con los Ramones, aunque también se pueden apreciar sus otros trabajos con artistas como Blondie, The Clash, Billy Idol, The Sex Pistols, Richard Hell, entre muchxs otrxs artistas. Hay revistas y objetos del punk rock de finales de los 70, e incluso correspondencia personal. De verdad se siente como un viaje en el tiempo.
Lo primero que hace Roberta cuando nos acercamos es elogiar el pelo rosa de Magu. Lo segundo, es contarnos lo mucho que extraña a su perra. Enseguida agarra su teléfono y nos muestra un video de su bulldog francesa dormida, como toda una madre orgullosa. “Su niñera me mandó este video”, nos dice. “Nunca me alejé tanto de ella. ¡Ni siquiera un día!”.
Roberta es famosa por capturar el naciente movimiento punk de Nueva York en la década de 1970, una época en la que la ciudad estaba prácticamente desolada y saturada de entusiasmo. Los adultos se habían reubicado en los suburbios y, en el medio de tanta nada aburrida, se empezó a gestar una revolución musical. Y Roberta estuvo ahí para documentarla.
Su trabajo más famoso es la icónica portada del primer álbum de los Ramones. Ese disco fue una declaración de principios para esta nueva revolución de la juventud y la fotógrafa logró condensar su sentido de irreverencia y resistencia. Es una foto que veo todos los días de mi vida, porque la tengo colgada en la pared de mi sala. Quiero decirle eso, pero tampoco quiero sonar raro.
Si bien se la suele asociar bastante con la ciudad de Nueva York, Roberta en realidad no es de ahí. “Soy de California. Viví un tiempo en Londres por tres años”, nos cuenta. “Y, ya saben, tenía un poco de miedo de visitar Nueva York por la reputación que tenía en aquella época. Pandillas, violencia, todo eso. Se escuchaban cosas como… en Londres hay cinco asesinatos, en Nueva York, 700. Había visto películas como Serpico y pensaba ‘Ah, va a salir todo mal’. Pero ni bien llegué a Nueva York, todo fue fantástico; conocí gente increíble desde el principio. En cuestión de días, armé un círculo de amigos y me involucré en la escena musical”.
“Me gusta Londres, pero Nueva York es algo completamente diferente. Me sentí a gusto de inmediato”.
¿Podría explicarnos de dónde surgió esa ola de artistas tan revolucionarixs con lxs que se vinculó? “Nadie tenía dinero en nuestro grupo del centro, necesitabas muy poco para sobrevivir. El precio de los alquileres en ese momento era muy bajo. Así que tenías un alquiler barato y no estabas obligada a trabajar demasiado, lo que significaba que podías dedicarle tiempo extra a la creatividad y hacer las cosas que te gustaban, en lugar de matarte para pagar el alquiler. Eso definitivamente influyó bastante”.
Se siente un poco extraño al principio escuchar cómo Roberta describe esa escena como consecuencia de algo tan mundano como un alquiler barato. Pero también tiene todo el sentido del mundo. Para mí, gran parte del arte más interesante, creativo y salvajemente impredecible de la historia de la música popular surgió de ese movimiento. El “punk”, “new wave” o simplemente “pop”, como elijas llamar a ese cambio que ocurrió alrededor de 1975, un año que se lo suele asociar como el inicio de algo nuevo, fue, en realidad, al igual que todas las revoluciones culturales, una amalgama de lo que lo había precedido.
Si Roberta está en lo cierto, eso significaría que un alquiler barato fue lo que impulsó que se mezclara el enfoque DIY y simple del garage-rock, lo mejor del glam-rock, las distorsiones de guitarra a lo Kinks, y la sensibilidad de los grupos de los 1960 por la melodía. A eso se le suma la influencia tanto de Phil Spector como de Pete Townshend, quienes respectivamente le enseñaron a esta generación a escribir canciones (con una gran atención por lo meloso y melódico) y a tocar sus instrumentos (con un desenfreno furioso). Además, hay que agregarle el sentido de no pertenencia y el sonido de los bajos pesados del reggae dub, la complejidad buscada del Krautrock y la música electrónica del viejo continente y la creme de la creme de la era hippie.
Sumale un poco de ira adolescente y un poco de aburrimiento desenfrenado, y el resultado es uno de los cócteles más fructíferos de la historia de la música popular; una ola de arte innovador, ingenioso y directo que puede romperte los tímpanos y ser pegadizo a más no poder.
Una cosa que no parece obvia cuando vemos las fotos de la muestra es que, a excepción de Debbie Harry y algunas otras mujeres, la escena parecía estar dominada por los hombres. Le pregunto a Roberta si alguna vez le resultó difícil que la tomaran en serio como fotógrafa mujer en esa escena. “Creo que nunca me importó si me tomaban en serio o no”, contesta. “Nunca pensé en cómo me veían. Podían gustarte mis fotos o no, pero, de una forma u otra, iba a estar ahí para hacer lo que tuviera que hacer”.
La conversación se desvía hacia el tema de las relaciones entre las estrellas de rock tradicionales y las groupies. “Estrellas de rock tradicional, quizás sea diferente ahora, pero… La razón por la que querías estar en la escena del rock era para conseguir chicas, ir a muchas fiestas, tomar mucha droga y divertirte. Y como yo era fotógrafa, y conocía a muchos de estos músicos, fui parte de eso”. Roberta empieza a sentirse algo incómoda y veo que está sintiéndose un poco conflictuada por lo que está por decir. “Ahora lo cuestiono. Estuve pensando mucho sobre eso. ¡Pero me dio la oportunidad de pasar tiempo con esos cerdos sexistas! ¡Fue divertido!”. Ríe. “Podés estar adentro. No me trataban mal porque solo era una fotógrafa. Pero ahora sí cuestiono la dinámica. Cuando lo recuerdo, digo, ah, okey, eso fue bastante asqueroso. ¿Yo hacía esa mierda?”.
Con Magu le contamos a Roberta sobre Cemento, la sala de conciertos más famosa de la ciudad donde, por un precio bastante accesible, se podían ir a ver a muchas de las bandas más emblemáticas del rock local. Ahora es un estacionamiento. Magu explica el paralelismo que ve entre Cemento y CBGB, lugar donde más tiempo solía pasar Roberta como fotógrafa. Le pregunto si siente nostalgia por ese lugar y si se puso triste cuando lo cerraron.
“¡Me fui cuanto antes!”, contesta Roberta, riendo. “Era un trabajo para mí. A ver, me encantaban las bandas y todo, pero para el 78, cuando me fui, la mayoría de esas bandas ya habían firmado contratos discográficos y ya casi ni tocaban en CBGB. Además, el lugar se empezó a hacer bastante conocido y se llenaba todas las noches. No me desagradaban esas bandas, pero tampoco eran mis favoritas. Así que empecé a seguir a otros artistas británicos como Elvis Costello, Rockpile, Squeeze. CBGB estuvo ahí mucho tiempo. Pero era solo un lugar. Solo una discoteca. Y es la naturaleza de las discotecas no durar para siempre. Son solo un momento en el tiempo. Lo mismo con las escenas musicales”.
Nuestra conversación luego toca otros temas, como Led Zeppelin (no le gusta), el pub-rock (le gusta mucho) y el proyecto de su amigx que consistía en clasificar la destreza sexual de varixs músicxs en la pared del baño de CBGB. Sin embargo, para este momento, la gente de prensa empieza a hacernos gestos frenéticos para que vayamos cerrando, así que me veo obligado a terminar la conversación.
Cuando nos estamos yendo, estoy sumergido en una mezcla de emociones: la adrenalina de haber interactuado con alguien que conoció a Dee Dee Ramone en persona, un poco molesto por haber tenido que cortar tan rápido la entrevista y una especie de asombro por su rechazo rotundo a sentir nostalgia por esta escena. “Un momento en el tiempo”.
Al principio, me sentía un poco escéptico y en desacuerdo con la idea de hacer una muestra de fotografía con obras de hace más de cuarenta años. Sin embargo, cuanto más lo pienso, más sentido tiene. La filosofía de Roberta es documentar y celebrar el pasado, no llorarlo. No tiene sentido lamentarse por el final de algo que existió con bastante alegría e intensidad durante varios años. Sino que lo importante es alegrarse por haberlo vivido y recordarlo con cariño, aceptando su naturaleza como un momento pasajero en el tiempo y asegurándose de estar presente para el próximo.
Esta noche, Magu y yo vamos a comer al restaurante alemán de nuestro amigo. Mientras estoy volviendo a casa, el subte se rompe y me pierdo por completo. Pero eso me da tiempo para pensar mientras deambulo por las calles de Constitución en busca de algún bondi que me deje cerca de mi casa. Y entonces pienso en ese momento en el tiempo; el momento en que una fotógrafa (que no era fotógrafa) toma una cámara por primera vez para capturar a cuatro músicos (que no eran músicos) mientras tocaban sus propias canciones rudimentarias de rock.
Pienso en cómo las fotografías de Roberta lograron transportar esos momentos más allá del efímero ahora hacia algo más cercano a la inmortalidad; cómo una foto tomada en una calle de Nueva York en 1976 ahora está colgada en mi living en Buenos Aires; cómo tres acordes y el poder de la amplificación tocaron a millones de personas y les dieron forma a las narrativas de tantas vidas.
Pienso en mi vida, en mi pequeño espacio, y en las cositas y recuerdos que conseguí a lo largo de estos años para adornarlo; las formas en que la documento y celebro. Y pienso en la inevitabilidad del cambio y la naturaleza pasajera de las varias intersecciones que componen mi círculo social y lo rápido con lo que las cosas se desvanecen y crecen y florecen, y se marchitan, mientras construimos y demolemos nuestro propio estatus quo todos los días al despertar. Imagino un futuro cuando mi vida como la conozco hoy desaparezca o se convierta en algo apenas reconocible. Intento imaginar cómo me sentiré cuando mire hacia atrás.
Llego a casa y le doy comida a la gata. Pongo “You Can’t Put Your Arms Around a Memory” de Johnny Thunders. Miro la foto de Roberta, colgada con orgullo en la pared de mi sala. Me siento bastante bien.