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Traducido al español por Julián Alejo Sosa.
Gran parte de mi familia se siente profundamente asombrada por las vueltas de mi vida. Durante mucho tiempo, fui una persona muy quisquillosa para comer. Mi aversión hacia casi todo cuando era chico quedó personificada en los sándwiches.
Cuando estaba en la primaria, llevaba un sándwich de pan blanco con salame y queso todos los días para comer en el almuerzo. Cuando volvía a casa, seguía comiendo embutidos con galletas y queso untable cada vez que mi mamá no me prestaba atención. Ese hábito duró años; hasta que mi cuerpo se saturó de tantos químicos y conservantes, y empecé a tener unas migrañas crónicas horribles. Tuve que borrar de mi dieta casi todo tipo de carnes curadas y comidas súper procesadas.
Dejé de comer salame y lo cambié por fetas de pavo con la misma textura. Gradualmente, fui cambiando los cuadraditos de cheddar de Kraft por queso cheddar de verdad y me convertí en un fundamentalista del pan de masa madre. Pasito a pasito, fui incorporando otras cosas como mostaza y mayonesa, pepinos en vinagre amarillos y largos, salsas picantes avinagradas, lechuga y algunas rodajas de palta cremosa condimentada con pimienta recién molida. También papas fritas saladas o, durante mis días fumones de universidad, chizitos picantes pulverizados entre capas de pan y queso.
Mi relación con la comida, sin duda alguna, evolucionó drásticamente. Sin embargo, a veces, en el punto más álgido del invierno, empiezo a extrañar la simpleza de comer un sándwich de jamón y queso. Y no solo para recordar una época más simple, sino para sentir, al menos por lo que dura un almuerzo rápido, que pertenezco a este lugar, donde las multitudes de las horas ruidosas del almuerzo me convierten en uno más entre todos los que se chocan entre sí al caminar por el microcentro porteño; para sentir cómo mi nostalgia por un sándwich para un niño de cinco años, me trae todos esos recuerdos de lxs más cercanos.
Un sándwich enorme de lomito con mayonesa, lechuga y tomate que se vende como pan caliente y que podés terminar con una chocolatada en la barra larga de Paulín. Unas fetas grandes de jamón y queso dentro de un pan de fugazza en la barra de Bar Dado. Una milanesa que tiene gusto a aceite del mes pasado cubierta con mayonesa, tomate y acompañada con un Ferroviario frío en Hans. Un pan negro esponjoso con jamón y queso acompañado con un cappuccino que erupciona como un volcán activo debajo de las luces amarillas y fluorescentes de Le Caravelle.
Y luego está Via 71, un bar de barrio que tiene el tamaño de una caja de zapatos donde una clientela, en su mayoría hombres, se amontona entre una docena de mesas a leer el diario o charlar. Siempre que voy me pido lo mismo: un sándwich de jamón crudo y queso con un poco de manteca, la cual es algo grumosa, y una Pepsi en una botella de vidrio delgada. El jamón crudo tiene un equilibrio perfecto de grasa y sal, y se estira con cada mordida para despedazar el pan francés crujiente con un contraste de texturas satisfactorio. La manteca viene untada así nomás sobre el pan y llega a tu boca de a pequeñas cantidades, como bolitas que hacen que la grasa salada del jamón se sienta levemente dulzona. Algunas fetas de queso apenas perceptibles en el fondo esperan a aparecer cuando es necesario.
Es gracias a estos pequeños detalles, al uso de ingredientes tan cotidianos que el cocinero mezcla como una extensión de sí mismo, que siento que viajo hacia otro lugar en lo que me toma convertir al pan en migas sobre mi plato.
Bar Via 71
Dirección: Viamonte 1771, Recoleta.
Horario: de lunes a viernes, de 06:00 a 19:00, sábados de 07:00 a 12:00.
Precio por persona: Sándwich y soda, alrededor de $350.
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