Recordando lo de Julio

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Traducido al español por Julián Alejo Sosa.

¿Qué lugares de la ciudad considerás sagrados?

Para mi amigo Kevin y para mí, era lo de Julio, un bar pequeño ubicado en Virrey Loreto 3302, justo donde los adoquines de la calle Superi se chocan con un jardín tupido en la vereda bajo la sombra de los árboles.

Tuve que buscar la dirección exacta porque nunca antes la había escrito ni se la había pasado a nadie. Era uno de esos lugares que les exigía a los visitantes aprobación previa, luego una preparación adecuada y, por último, una visita acompañada.

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“No te quedes mirando a las paredes por mucho tiempo”, solía bromear. “O vas a ver algo moviéndose”.

Era una especie de prueba. Si los veía dudar, entonces no estaban listxs. No estaban listxs para el bodegón venido a menos con sus hornos antiguos y sus heladeras golpeadas. El baño del fondo que siempre perdía agua. El techo ennegrecido por el moho y el humo de las milanesas, con algunas goteras por las que el agua de la lluvia caía hacia unos baldes grandes de metal.

No estaban listos para la gente. Los viejos que jugaban al truco en un rincón, el anciano que tenía los ojos pegados a un partido de fútbol que pasaban por la tele, algún músico ocasional que tocaba la guitarra en otro rincón. El oficial de policía del barrio que siempre estaba pasado de merca, armado y uniformado, con un portafolio de pinturas (en su mayoría, de caballos) que intentaba venderles a los comensales en la puerta.

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No estaban listxs para la magia. Los objetos raros y los cuadros (incluido los dos con las bombachas negras encuadradas) sobre los azulejos sucios de las paredes. Las cositas que juntaban polvo sobre todas las superficies. Los gatos que deambulaban entre las jarras de vino y cerveza. El libro destruido del Maestro Rolland (otro místico uruguayo) a quien le hacíamos una pregunta, pasábamos las páginas con una mano y señalábamos con la otra.

No estaban listxs para Julio.

Julio, con sus ojos eternamente brillosos, con sus manos curadoras (o pregúntenselo a su primer gato que tenía cáncer o a mi terapeuta, Eli, que no podía parar de toser). Con su mirada capaz de leer a las personas en cuestión de segundos, o sea, leer literalmente. Con su boca siempre lista para contar algún chiste, impartir sabiduría o cagar a pedos a algún hípster borracho que ya se estaba pasando de la raya.

Conocimos el lugar por el videoclip de arriba, grabado en febrero de 2010 (el mes en el que llegué por primera vez a Buenos Aires para estudiar) y publicado (como por arte de magia) el día de mi cumpleaños. Kevin recién se había mudado y estaba haciendo una pasantía en otra revista de arte y cultura.

Se sentía miserable, no tenía un mango y estaba saturado de trabajo, a lo que se le sumaba que hacía poco había fallecido su abuelo y un amigo cercano de la familia. Quizás por eso el resplandor de la luz fluorescente se sintió tan cautivador y el coro de voces que acompañaban al “La, la di la, la di la” de Tomi Lebrero, tan magnético.

Empezó a mostrarle el video a todos sus conocidxs y, para cuando yo me instalé permanentemente en la ciudad, él había encontrado el lugar en una calle tranquila de Colegiales. Pronto se convirtió en nuestro refugio de todas las semanas, el único lugar en el que podíamos tomar y comer algo toda la noche después de una semana entera de vivir a base de porotos y arroz, en donde cada vez que entrábamos Julio nos recibía con una calidez enorme.

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Pero Julio no solo nos recibía, sino que nos atraía hacia él. Miraba hacia lo más profundo de nuestro ser de una forma en la que ni Kevin ni yo estábamos acostumbradxs. No éramos simples extranjeros, sino personas bien plantadas en la ciudad, cuyos sueños aún permanecían en silencio. Pero Julio los sabía. Le dijo a Kevin que debía cocinar. Me dijo a mí que debía cantar. Nos habló de nuestra fortuna, de los amores que tendríamos, de las personas a las que debíamos aferrarnos y a quienes debíamos dejar atrás.

El lunes 15 de marzo de 2021, Julio Cesar Chavez falleció por complicaciones derivadas del Covid-19. Oriundo del pueblo pequeño de Fraile Muerto, Uruguay (población actual: 3.168), se mudó a Buenos Aires en busca de una existencia más grande y brillante. Abrió su bar hace solo 14 años, pero, de algún modo, se siente como si hubiera estado en ese lugar toda la vida.

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Como adornos de una mente salvaje, todas esas partes de Julio, dispersas por todo el bar, son talismanes que repelen las malas energías y portales hacia otras dimensiones. Quizás, de cierto modo, ellas eran su prueba. “Este soy yo y estas son las cosas que más valoro”. Y todxs lxs que se sentían atraídos hacia esta energía eran gente de su estilo, sin importar la edad, su estrato social, de dónde venían y hacia dónde iban.

Todos estuvieron presentes el sábado pasado en su despedida. Músicxs, artistas, vecinxs viejxs, adolescentes ebrixs, sus nietos y sus bisnietxs, abrazándose, llorando, tocando música, tomando vino, encendiendo velas, arrojando flores, escribiendo mensajes de amor y afecto en la puerta. Kevin llevó unos bombones de chocolates para dejar en su altar.

Se sentía igual, pero también muy diferente. Bebimos de los mismos vasos y jarras. Le hicimos una pregunta al libro antes de la medianoche y otra después. Me recibieron una vez más con el nombre de Señorita Ohio y me obligaron a cantar. Incluso Tomi Lebrero tocó la misma canción que nos llevó a todos a ese lugar. Pero nadie me preguntó por mi gato llamándolo por su nombre. Nadie presidió la velada desde las hornallas toda la noche, chasqueando la lengua a quien se le cruzara en el camino. Era un escenario sin su estrella, un templo sin su oráculo.

Pasé la última semana y media tratando de expresar lo importante que fue este hombre y este lugar para mí, para todxs nosotrxs. De hecho, estoy un poco pasada de algunas copas de vino mientras escribo esto, un detalle que Julio, sin duda alguna, habría apreciado mucho. Y mientras veía las historias que la gente subía a sus redes después de su muerte, no podía evitar notar las mismas palabras una y otra vez: amigo eterno, chamán, maestro, místico, gurú. Su magia tocó a tanta gente y tantxs escucharon sus lecciones.

En la despedida, cuando hablé con sus nietos, David y Emiliano, me contaron los planes que tienen pensados para el lugar. Quieren reparar la gotera del techo y limpiar las paredes y reabrir, manteniendo todo lo más intacto posible a modo de rendirle homenaje a su abuelo. Espero que lo puedan hacer. Nunca habrá otro Julio. Pero un espíritu como este no muere con facilidad. Y tengo un leve presentimiento de que, seguramente, pasará a visitarnos alguna que otra vez.

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Si querés donar para ayudar con los costos de la cremación de Julio y la rehabilitación del lugar (reparar solo el techo cuesta cerca de $40.000), podés hacerlo con una transferencia bancaria a sus nietos:

CBU:

2850536740095231561558

Apellido y Nombre:

BARRERA COTELLA MARA CELESTE

Identificación tributaria:

27-39472267-2

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